Ay, Javier de las cortas primaveras,
francamente
no he podido,
no he tenido valor
para llorarte. Tú comprendes,
altísimo gorrión, ay, río inagotable.
No te puedo mirar
en mis paredes [todas
las llenas: tu retrato vigila
mis poemas], repito: no te puedo tener
ante mi vida, sin tu sangre quemándome
la angustia, el amor, la rebeldía... Y...
ya ves, cuando quiero llorar
tus aguas rotas, te siento
en mi guitarra; siento
que me impones
su silencio desgarrado
y unas ganas enormes de seguirte
o de odiar
[mejor: seguir odiando todavía]
las gorras y las botas y
su correo negro
que vaciaron tus aguas
a ese río
de ti inagotable.
Me ha sucedido siempre,
Javier de eternas alboradas,
siempre que tu presencia
me renace en el pecho,
en la camisa,
en el sol
que voy tragándome sin asco...
Lo sé y te pido
perdón, hermano mío,
por no poder llorarte todavía,
por no poder decirte:
Camarada,
'Las montañas,
los pájaros
y el mar
para siempre nos
pertenecen.'
sábado, 25 de abril de 2009
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